miércoles, 20 de noviembre de 2013

Olor a colegio




La cartera no solía cambiar de un año a otro. Era marrón, con dos cremalleras al menos, un asa y una barriguita forzada por la costumbre de meter secretamente las cáscaras de las pipas que nos comíamos en clase si que la hermana Socorro se diese cuenta. La bata de rayas azules y blancas, muy estrechas, iba creciendo con una y las manchas de tinta condecorada perdían presencia con el paso de los lavados infatigables de mi madre.



Me peinaba con el desaire y el desarreglo de las chiquillas que aún no conocen el agotador trabajo de ser una presumida y me dejaba paciente atusar la ropa antes de salir a la calles subir la empinada cuesta de la carretera comarcal que me llevaba a la parada del autobús camino del colegio en el que año tras año fue transcurriendo mi infancia y juventud.





El primer día de colegio se renovaba el asombroso ceremonial de los olores: los lápices han dejado un aroma en las aulas que se resiste al paso del tiempo; pasan los años y aquella clase de primaria que me veía crecer poco a poco sigue oliendo a cuaderno forrado de papel morado que abría a diario con la parsimonia de los orfebres antiguos.





Dentro de él estaba la vida resuelta en garabatos y, al abrir sus hojas, parecía desprenderse el mismo perfume que se evapora al abrir un tarro de esencias. Ha quedado en las paredes, escrito en trazos de humos invisibles, y cuando abrimos las puertas nos asalta como un embozado irreconocible, y nos lleva al día en que volvíamos a vernos tras los largos meses de verano húmedo y lento, y a reconocernos algo más mujeres y presumidas. Las había que parecían no crecer nunca hasta que, de repente, un año aparecían con medio metro más y un puñado de granos desperdigados  por sus caras pánfilas, que eran las de todas.



   
     El colegio olía a colegio y las niñas olíamos a vapor de tinta. Recuerdo el día en que nos dejaron utilizar bolígrafo: la disciplina de la plumilla nos acompañó los primeros años y ese otro olor a tintura que la vertía en los tinteros, una a una, siempre la menos torpe de la clase la llevo plegada por algún pliegue del cerebelo. Y el olor que te embestía la correr la cremallera y hacerse con el bocadillo que alguna vez me envolvían en papel de calcar los patrones del Burda.



El pan era pan, y el melocotón era melocotón, tan dulce, tan jugoso, como un largo abrazo de agua. Recuerdo una niña que era la reina del membrillo y casi la de la tortilla.

Y las tizas, que olían, curiosamente, a tiza, no a otra cosa. Y los hábitos de las monjas, que olían a Dios casero, ya confesionario, y a la sonrisa de la Madre Superiora , que nos perdonaba los pecados con aquella grandeza de monja madrileña que igual estaba a las novelas que a los pucheros.




Tuve curiosidad por volver a oler la vida lenta de los colegios. Acompañé a mis hijos a la escuela y metí las narices en sus cosas. Reviví las mañanas de lunes y la vuelta al asombro de las costumbres, de los colores de la usanza antigua, como este texto escrito en blanco y negro.
De nuevo soy colegiala de mis sueños, los que tu pintas de colores o de blanco y negro . Me di cuenta de que la vida cambia de tonos, que siempre se puede volver a empezar en el aula del cariño más sincero.




3/10/2010
M.L

Extraño

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